23 marzo, 2005

Mis roncadores favoritos

El sino de un roncador es casarse con alguien de sueño ligero, y viceversa. Parece que en este tema funciona el gran principio físico de que “polos opuestos se atraen”. Claro que en esta relación “sujeto roncador – sujeto roncado”, el equilibrio no existe, puesto que sólo es uno el que percibe lo que hace especial al amado: sus sorprendentes inhalaciones, sus pausas, sus faltas de aire, e incluso sus estertores. El otro duerme.

Mi aproximación a los ronquidos partió en la infancia, ya que soy hija de una madre roncadora. No era una gran complejidad porque sus ronquidos eran discretos. Lo que sí me causaba preocupación (vergüenza a decir verdad) era que cuando viajábamos en bus de una ciudad a otra, el cansancio le hacía perder el control de la mandíbula.

No sé cómo habrá evolucionado, pero respecto a mi primer marido puedo decir que en nuestros años juntos fue un decente roncador. Tolerable, digno diría yo. Ni mucho ni poco. Eran ronquidos profundos alrededor de las seis o siete de la mañana, que podrían interpretarse como señal de que era una lata levantarse.

En mis años de separada sin pareja, no tuve experiencias directas con roncadores. Excepto una – memorable – que fue el único defecto de la hermosa casa con gran jardín que arrendé para vivir con mis dos hijos. Mi dormitorio era pareado con el de los vecinos, así es que a través del muro escuchaba todas las noches ronquidos aterradores, de película. Parecía que el tipo se iba a morir ahogado, que iba a sentir un grito de horror y de ahí la ambulancia llegaría para hacer evidente la tragedia. La situación cambió radicalmente unos tres meses después cuando esos vecinos se cambiaron y llegó una pareja de nuevos inquilinos. Ni marido ni mujer roncaba, pero los dos jugueteaban y reían en un cierto tono y con una frecuencia envidiable para alguien en mi condición.

Condición que cambió al cabo de un tiempo, ya que es cierto el dicho de que cada oveja... Ahora, puedo decir que los ronquidos de mi pareja son realmente colosales. Parten apenas él siente el cansancio suave que a uno le hace cerrar los ojos para empezar a dormitar. Y como es afectuoso, frecuentemente busca mi hombro para depositar su cabeza. Ronca directamente sobre mi oreja, en un tono denso, sumamente varonil.

No puedo, en realidad, quejarme. Mi hijo de ocho años ya empieza a notarse como un experto en el ronquido lento y sostenido. Lo practica incluso en los veinte minutos del trayecto desde la casa al colegio. Tiene una técnica que aún requiere mejorar en el tiempo, pero de la que sólo podrá hablar con precisión la que sea su mujer.

Sobre vestidos, wantanes y otras especias

En mis casi cuatro años de residente en la isla china de Taiwan – a donde fui para conocer un poco más de la cultura de un abuelo de apellido singular— aprendí una palabra que creo resume bastante bien lo que Occidente cree conocer de China. El término es “chinoiserie” y se refiere a una tendencia estilística de los siglos XVII y XVIII, que expresaba la fascinación europea por muebles, tapices y jarrones llegados de Oriente. Pero que en realidad eran imitaciones y adaptaciones afines con el gusto... de los compradores.

Algo bastante similar se da con la moda que desde un tiempo hasta ahora llega en los insinuantes catálogos de papel couché con que nos bombardean las grandes tiendas, prometiendo lo mejor de tierras exóticas. Y lo mismo ocurre con el wantan frito, carta segura en todo menú para cuatro, ocho, o dieciséis en cualquier restaurante chino local.

Ya que estamos, empezaré por la comida. Leí hace un tiempo un comentario de la directora de la Fundación Chile 21, Clarisa Hardy, donde decía que “la comida china en Perú es diferente de la chilena y ambas son, sin duda, una tergiversación de la comida que preparan los chinos en su hogar”. Cierto. Pero a medias. Los menús de los restaurantes chinos – en cualquier parte del mundo – son todas adaptaciones al paladar local de los platillos de banquetes, generalmente de origen cantonés. De ahí que en Chile, un país aficionado a la papa frita y al buen bistec, sean inevitables los wantanes fritos y la carne mongoliana. ¡Faltaba más! Es que si de algo no carecen los chinos, es de sentido comercial.

Que yo sepa, son muy pocos los chinos que comen lujosamente en su vida diaria. Y lo digo por simple estadística. Lo más común en las minutas hogareñas son las tortillas de huevo con cebollín o los simples huevos duros, los salteados de verduras con poca carne, el arroz blanco, las sopas de zapallo italiano bien aguadas o los caldos calientes y picantes de trozos de osobuco con fideos. El cuajado de soya conocido como tofu es a los chinos como el queso a los europeos. Los wantanes y otras versiones de masas rellenas con verduras o carne como los suey-chiao, generalmente son servidos en humeantes caldos suaves de pollo o cerdo; o bien al plato tras pasar por una olla de vapor. Y algo que nunca me cansaré de repetir: los mejores wantanes del mundo los hacen en una picada en Macao, se sirven cocidos en sopa, y traen cada uno un camarón adentro.

Pionero de la globalización, Marco Polo conoció los tallarines en el norte de China y los llevó como novedad a Italia, país que prácticamente los adoptó como invento propio. La moda actual, sin embargo, busca todo lo contrario: mientras más exótico, más diferente, mejor.

La decoración ecléctica, como se llama, estimula la mezcla, una suerte de armonía diversa. Por eso no es raro encontrar en varios hogares alguna pieza supuestamente oriental. Varias de ellas incluso son lacadas o envejecidas a la fuerza para darles aún más carácter. Una vez, sin embargo, sentí pena por una persona conocida que había comprado a un alto precio una pintura china que iba, como es tradicional, acompañada de un poema. La persona me insistía en que le tradujera lo que para ella eran jeroglíficos. Me excusé, obviamente, porque mi lectura, si bien llegó a estar a nivel de primero básico, retrocedió por falta de práctica. Pero lo que más primó en mí fue el pudor: pensar que esa obra estaba destinada a decorar la pared de alguien que reconociera en ella una relación intrínseca con su vida. Y no era el caso.

Esa idea de conexión es distante para los chilenos, que mayoritariamente ven en los caracteres chinos unos dibujitos estéticamente interesantes, aplicables incluso a tatuajes en el cuerpo. El extremo lo he visto plasmado en poleras de dudosa calidad, en las que muchas veces las supuestas palabras chinas no dicen absolutamente nada cuerdo e incluso van impresas literalmente patas arriba.

Con todo esto, me ha ido quedando claro que la moda suele pasar por alto las delicadezas. En una ocasión, mi mirada se deslizó hacia otra persona mientras hacía fila para pagar en el supermercado y me pregunté ¿Qué hace esa mujer robusta vistiendo una blusa ajustada de jersey con cuello Mao y manguitas cortas que revela a gritos su sobrepeso? Un pensamiento que, reconozco, no es original mío. Lo adquirí leyendo una revista vieja, mientras esperaba en la peluquería de mi barrio en Taipei. El artículo era sobre la elección de Miss Universo en 1987, certamen que se llevó a cabo precisamente en la capital de Taiwan y en el cual salió elegida la chilena Cecilia Bolocco. La nota elogiaba el evento y la visibilidad internacional que había tenido la isla rebelde con tanta belleza junta. La única crítica para los organizadores había sido la pésima idea de vestir a las candidatas con los tradicionales y ajustados vestidos de seda. Sentenciaba el artículo, sin ninguna cortesía: “Definitivamente, el chipao no es para todas las razas”.

Revista Fibra N°21, julio 2004

Por qué este nombre


Nací y crecí, como muchos chilenos, en un hogar mestizo. Mis padres, chilenos ambos, eran hijos de inmigrantes. De Bolivia procedían mis dos abuelos paternos; de Licantén, Curicó, mi abuela materna, y del lejano Cantón, China, mi abuelo materno. No obstante ser profunda y típicamente chilenos, siempre nos gustó el toque especial y único que significa ser Lilayú, un apellido chino de tres sílabas que en otra ocasión explicaré en detalle. En mi casa se comían cosas que en otros hogares eran una rareza: pepinos de ensalada agridulces, tallarines a la oriental y sopa de lechuga, por nombrar algunas excentricidades. La comida china, por cierto, se comía siempre con palitos, y mi papá para no ser menos, comía su cazuela con cuchara de loza. Incluso la llevaba en su bolsillo cuando iba a comer afuera, porque decía que conservaba la sopa caliente como ninguna.
Teníamos nana puertas adentro. Y era de mucha confianza. Tanta, que una vez se rió de todos nosotros cuando mi mamá puso los palitos en la mesa para servirnos el “saltado” o chapsuey que ella había preparado. “¡Se creen chinos”, nos dijo la Maggi, y nos dejó a todos de una pieza. Tamaña insolencia nunca fue sancionada, y menos rebatida. De vez en cuando nos acordamos entre risas, aceptando la aguda observación de quien nosotros apodábamos “Brujilda”.