23 marzo, 2005

Sobre vestidos, wantanes y otras especias

En mis casi cuatro años de residente en la isla china de Taiwan – a donde fui para conocer un poco más de la cultura de un abuelo de apellido singular— aprendí una palabra que creo resume bastante bien lo que Occidente cree conocer de China. El término es “chinoiserie” y se refiere a una tendencia estilística de los siglos XVII y XVIII, que expresaba la fascinación europea por muebles, tapices y jarrones llegados de Oriente. Pero que en realidad eran imitaciones y adaptaciones afines con el gusto... de los compradores.

Algo bastante similar se da con la moda que desde un tiempo hasta ahora llega en los insinuantes catálogos de papel couché con que nos bombardean las grandes tiendas, prometiendo lo mejor de tierras exóticas. Y lo mismo ocurre con el wantan frito, carta segura en todo menú para cuatro, ocho, o dieciséis en cualquier restaurante chino local.

Ya que estamos, empezaré por la comida. Leí hace un tiempo un comentario de la directora de la Fundación Chile 21, Clarisa Hardy, donde decía que “la comida china en Perú es diferente de la chilena y ambas son, sin duda, una tergiversación de la comida que preparan los chinos en su hogar”. Cierto. Pero a medias. Los menús de los restaurantes chinos – en cualquier parte del mundo – son todas adaptaciones al paladar local de los platillos de banquetes, generalmente de origen cantonés. De ahí que en Chile, un país aficionado a la papa frita y al buen bistec, sean inevitables los wantanes fritos y la carne mongoliana. ¡Faltaba más! Es que si de algo no carecen los chinos, es de sentido comercial.

Que yo sepa, son muy pocos los chinos que comen lujosamente en su vida diaria. Y lo digo por simple estadística. Lo más común en las minutas hogareñas son las tortillas de huevo con cebollín o los simples huevos duros, los salteados de verduras con poca carne, el arroz blanco, las sopas de zapallo italiano bien aguadas o los caldos calientes y picantes de trozos de osobuco con fideos. El cuajado de soya conocido como tofu es a los chinos como el queso a los europeos. Los wantanes y otras versiones de masas rellenas con verduras o carne como los suey-chiao, generalmente son servidos en humeantes caldos suaves de pollo o cerdo; o bien al plato tras pasar por una olla de vapor. Y algo que nunca me cansaré de repetir: los mejores wantanes del mundo los hacen en una picada en Macao, se sirven cocidos en sopa, y traen cada uno un camarón adentro.

Pionero de la globalización, Marco Polo conoció los tallarines en el norte de China y los llevó como novedad a Italia, país que prácticamente los adoptó como invento propio. La moda actual, sin embargo, busca todo lo contrario: mientras más exótico, más diferente, mejor.

La decoración ecléctica, como se llama, estimula la mezcla, una suerte de armonía diversa. Por eso no es raro encontrar en varios hogares alguna pieza supuestamente oriental. Varias de ellas incluso son lacadas o envejecidas a la fuerza para darles aún más carácter. Una vez, sin embargo, sentí pena por una persona conocida que había comprado a un alto precio una pintura china que iba, como es tradicional, acompañada de un poema. La persona me insistía en que le tradujera lo que para ella eran jeroglíficos. Me excusé, obviamente, porque mi lectura, si bien llegó a estar a nivel de primero básico, retrocedió por falta de práctica. Pero lo que más primó en mí fue el pudor: pensar que esa obra estaba destinada a decorar la pared de alguien que reconociera en ella una relación intrínseca con su vida. Y no era el caso.

Esa idea de conexión es distante para los chilenos, que mayoritariamente ven en los caracteres chinos unos dibujitos estéticamente interesantes, aplicables incluso a tatuajes en el cuerpo. El extremo lo he visto plasmado en poleras de dudosa calidad, en las que muchas veces las supuestas palabras chinas no dicen absolutamente nada cuerdo e incluso van impresas literalmente patas arriba.

Con todo esto, me ha ido quedando claro que la moda suele pasar por alto las delicadezas. En una ocasión, mi mirada se deslizó hacia otra persona mientras hacía fila para pagar en el supermercado y me pregunté ¿Qué hace esa mujer robusta vistiendo una blusa ajustada de jersey con cuello Mao y manguitas cortas que revela a gritos su sobrepeso? Un pensamiento que, reconozco, no es original mío. Lo adquirí leyendo una revista vieja, mientras esperaba en la peluquería de mi barrio en Taipei. El artículo era sobre la elección de Miss Universo en 1987, certamen que se llevó a cabo precisamente en la capital de Taiwan y en el cual salió elegida la chilena Cecilia Bolocco. La nota elogiaba el evento y la visibilidad internacional que había tenido la isla rebelde con tanta belleza junta. La única crítica para los organizadores había sido la pésima idea de vestir a las candidatas con los tradicionales y ajustados vestidos de seda. Sentenciaba el artículo, sin ninguna cortesía: “Definitivamente, el chipao no es para todas las razas”.

Revista Fibra N°21, julio 2004

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