09 noviembre, 2005

¿Por qué le dicen "chino" a Fujimori?


A propósito de este desaguisado político-judicial que ha causado la sorpresiva llegada de Alberto Fujimori a Chile, veo que hay variadas razones por las cuales hay gente a quienes el ex mandatario-dictador les provoca escalofríos. Por razones de corrupción y por graves violaciones a los derechos humanos, una gran mayoría. Por razones obviamente personales, su ex mujer, Susana Higuchi, quien sin embargo se resigna a tener en su casa a sus hijos, "fujimoristas".

Sin embargo, quienes para mí representan otro punto de vista, son algunos ciudadanos chinos residentes en Perú, cuya opinión recoge hoy muy acertadamente LUN."Deberían encerrarlo por cambiar de nacionalidad", dice María Yep, aludiendo a la gran paradoja que significa que el prominente Fujimori, por cuyas venas corre sangre 100% japonesa, se haya dejado apodar por sus coterráneos adoptivos como "Chino".

Empiezo a especular sobre el tema con René,el "temible profesor" y entre otras cosas mi compañero intelectual, y nos paseamos por el extendido desconocimiento de las culturas asiáticas que hay por estos lados, razón por la cual se tiende a llamar "chino" a todo el que tenga ojos rasgados. Acepto la explicación desde el punto de vista de la teoría de las masas, pero no me conforma desde el ángulo del orgullo que debería tener la familia Fujimori respecto a sus orígenes. Es extraño que alguien con tanto poder, con el respaldo de tantos medios de comunicación, no quisiera hacer la diferencia y, de alguna manera, honrar a su madre patria.

El periodista Alvaro Vargas Llosa recuerda hoy en La Tercera que "siempre que Alberto Fujimori estuvo en problemas durante sus sucesivos gobierno, corrió a refugiarse a la embajada japonesa". Y analiza a fondo la intrínseca relación de este Fuji con la tierra de sus padres, a donde mandó de embajador a su cuñado y que tan cariñosamente lo acogió cuando decidió huir de los problemas y la justicia peruana.

Por eso entiendo bien el disgusto de Carlos Chou y su amigo Lucho Chang, quienes hacen valer su punto ante la periodista LUN enviada a Lima. Basta recordar la masacre de Nanking para saber qué distancia a una cultura de otra. Si todavía nos horrorizan las atrocidades de los nazis en sus campos de genocidio para exterminar judíos, la invasión japonesa a China en 1937 dejó una marca difícilmente igualable en la historia de la bestialidad humana.

Obviamente, tampoco los chinos tienen una historia inmaculada en este sentido. La crueldad que han aplicado a las especies animales también se extiende a la raza humana. Pero el punto aquí es bien preciso. Ha sido el gobierno japonés, después de protegerlo por varios años impidiendo el alcance de la justicia peruana, el que ahora está intercediendo por él.

Entonces, ¿por qué en Perú le dicen "chino a Fujimori?

06 noviembre, 2005

Mi pueblo fantasma



Como voy a dejar ese espacio vacío, si todavía respiro... (Alejandro Lerner)


Siempre supe que Chuquicamata iba a convertirse en un pueblo-ciudad fantasma. Todavía no lo es, pero va en camino…Quedan como habitantes unos cientos de familias que conviven con el ripio y el silencio que crecen día a día. Pero en un año más, a fines de 2006 se supone, ya no habrá residentes. Todos se habrán ido a la Nueva Calama.

Supe que el campamento minero donde nací iba a tener ese destino porque así está escrito en ese gran desierto del norte. Lo supe cuando viajaba de Chuqui a Antofagasta y hacía el camino de retorno en esos buses de la empresa Macaya Cavour, más tarde llamada Tramaca. Desde esas ventanas en movimiento, lo único que quebraba la rutina en ese paisaje de amplitud sin fin eran las formas de las nubes, el color de los cerros y las ruinas de antiguas oficinas salitreras. Pueblos, comunidades que habían tenido una época de esplendor en torno a la explotación de las riquezas de ese inhóspito desierto. Y que estaban ahí como testimonio de que todo se termina, a veces más temprano que tarde.

Alcancé a vivir muy poco en Chuquicamata, sólo mis primeros nueve años de vida, pero fueron los suficientes para dejar impresas esas imágenes y sensaciones que nos determinan de por vida. Por eso, hoy no me asustan ni el silencio ni los vientos helados. Me gusta el monótono ritmo de las diabladas, porque desde mi casa las tardes de sábado se podía oír a una que otra cofradía preparando su peregrinación a Andacollo. Tampoco tengo miedo de los temblores y terremotos, después de haber pasado uno muy fuerte en 1969 dentro del negocio de mi mamá, sintiendo cómo caían las cajas llenas de botones y las bolsas con ovillos de lana.

Me gustan los lugares en declive, especialmente si dejan ver las luces de la ciudad encendidas más abajo. Y tengo una nostalgia especial por un turrón de colores pastel que un señor vendía en la esquina frente a mi casa. Lo quebraba con amabilidad con un pequeño martillo y entregaba su delicioso resultado en bolsitas de papel blanco.

El viejo-monje

Me encanta la Navidad, y siempre recuerdo que a los pinos de plástico era costumbre ponerles algodón simulando nieve, ciertamente por influencia de las señoras e hijos de los gringos de la Anaconda Copper Company para quienes debía ser muy extraño eso de celebrar el nacimiento de Jesús en verano.

En la plaza, frente a la Iglesia, instalaban un pesebre con animales vivos. Desde alguna finca calameña llevaban ovejas, cabras, vacas, un burro y – por qué no – un par de llamas y guanacos que no estaban considerados en los textos bíblicos pero ahí sí tenían sentido. A los chañares les ponían luces de colores y a un pino gigantesco le colgaban cajas envueltas, simulando regalos que los niños soñábamos con poder abrir.

Pero más ilusión aún nos producía el paso del Viejo Pascuero en la víspera de Noche Buena, quien forrado en su grueso traje totalmente fuera de lugar en ese clima, recorría sobre un camión las calles del campamento, arrojando dulces a los niños en cada una de sus paradas. Yo sabía que no era el verdadero Viejo Pascuero, ése que llevaba mis regalos en la noche de Navidad. Tenía claro que aquel hombre que nos hacía pasar un buen momento – con el gentil auspicio del Emporio La Verbena – debía ser alguno de sus empleados o un minero gordo y de buen carácter. Lo que nunca me imaginé, y vine a saber ya adulta tras leer un reportaje sobre la agonía de mi ciudad en la revista del Sábado, que ese personaje era nada menos que el Monje Loco, el flaquísimo dueño del kiosko de revistas a quien le tenía mucho miedo. Un susto que no me quedaba más que superar cuando quería leer La Pequeña Lulú.

En un lugar como ése era agradable ser niño. Cerca de las distintas poblaciones (las Normac, los 600, las Flores, los Lagos, las Latas, Bellavista) habían instalado juegos infantiles hechos de fierro e incluso desechos de maquinarias, en los que destacaban unos resbalines gigantes, de unos cinco metros de alto. No había pasto ni árboles a su alrededor, sólo un ripio blanco y grueso a donde íbamos a parar en nuestras caídas.

Diferencias y privilegios

Mis padres no trabajaban para Codelco. Eran comerciantes y, con esfuerzo lograron construir una casa sobre el terreno que les entregaron en concesión en la avenida principal, inefablemente llamada O´Higgins. En esa calle estaban los locales comerciales, incluyendo una heladería-rotisería en la esquina, una tienda de géneros, la nuestra (originalmente llamada La Mina), una mueblería, una zapatería y el Emporio La Verbena, que era un gigantesco almacén de abarrotes. Cada casa tenía dos o tres pisos, y también entrada por una calle trasera que se llamaba Topater.

Desde ahí el mundo cambiaba radicalmente. Si por el frente teníamos vista a los bancos y una calle por donde pasaban las camionetas amarillas y los autos, por detrás teníamos un campamento de obreros, donde las casas de cada familia se componían de unas tres habitaciones pequeñas. Eran todas de adobe y no tenían baños en su interior. Era costumbre mantener un balde para los desperdicios y otro para las necesidades de los niños. Quienes tenían capacidad de control iban a un baño común para la hilera de casas, donde el WC consistía en un bloque de cemento tras el cual corría un canal con agua. Muchas veces ocupé esos “baños” acompañando a mi amiga y vecina Licha Huerta. Inevitablemente, las visitas a su hogar me dejaban la sensación de que algo andaba mal. Por qué nosotros teníamos tina, bidet y calefont eléctrico, y nuestros vecinos ni siquiera tenían agua dentro de sus casas.

Donde sí éramos todos iguales era al nacer. Todos los que fuimos paridos en Chuqui compartimos el privilegio de que nos grabaran en el disco duro que el Hospital Roy H. Glover era el más moderno de Sudamérica. Glover fue un gerente de la Anaconda que invirtió once millones de dólares en su construcción e implementación, una cifra astronómica para la época. Esto, en términos de beneficios para una sociedad sumamente estratificada entre obreros, empleados y supervisores, con poblaciones, escuelas y clubes diferenciados, representaba algo especial y único.

Era, ciertamente, un hospital gringo en diseño y arquitectura. Todo su entorno, más la población John Bradford que estaba cerca, parecía más bien una postal de California que de Chile. Ahí se atendían todos los que tenían alguna relación con la empresa. Las mujeres tenían sus guaguas y hasta allá llegaban los mineros-boxeadores heridos en sus contiendas del Club Obrero, los borrachos que se caían de las escaleras del Club de Empleados y los niños que se rompían algún hueso en los columpios grandes.

Hasta allá llegaron también los 22 heridos y moribundos del “polvorazo” ocurrido un fatídico 5 de septiembre de 1967. Fue un día martes, cuando en plena colocación de los tiros, una violenta explosión generó un hongo de polvo que nubló el cielo. El estallido fue tan grande que se pudo sentir en Calama. En el mismo hospital nacieron también cientos de niños con incapacidades físicas y daños neurológicos, atribuidos por estudios médicos a la contaminación por exceso de anhídrido sulfuroso en el ambiente del campamento.

No recuerdo absolutamente nada de la nacionalización del cobre y de cómo se fueron los gringos, tras la medida tomada por el gobierno de Salvador Allende. Pero en la práctica nada cambió en la vida de Chuqui en los primeros años. Sólo que los jefes pasaron a ser chilenos, a ocupar las hermosas casas con doble puerta y bastidores y la empresa se llamó Codelco.

Sé que alguna vez estuvo Fidel Castro por allá y que en alguna de las veces que nos visitó Allende me llevaron junto con mis compañeros de la escuela E-31 a darle la bienvenida en la entrada de Chuqui, frente a la garita. Esperamos tanto con nuestras banderitas y tenía tanto frío, que cuando llegó el Chicho me negué a darle la mano.

Lo que queda

No debe haber pasado mucho tiempo cuando desapareció la horrenda población donde vivían mis amigos Huerta. Su padre ascendió, estudió financiado por la empresa y llegó a ser también supervisor. En ese lugar construyeron edificios de departamentos, y con baños higiénicos para cada uno, supongo.

Hoy, nada de eso queda. El gigantesco tajo abierto que da su fama a Chuquicamata se ha ido agotando y con los años ha debido crecer hacia los lados, motivando la salida forzada de quienes vivían sobre esas tierras. El ripio ya sepultó el hospital y numerosas poblaciones. Los empleados y sus familias se han ido trasladando a regañadientes a Calama, donde les construyeron casas nuevas que sobresalen para los estándares del resto de Chile.

A diferencia de otros casos, el material de la riqueza no ha sido reemplazado por un sustituto ni se ha terminado. Simplemente sucede que la explotación dejará de ser a tajo abierto y pasará a ser subterránea. Por eso, quienes trabajan en la mina deberán trasladarse diariamente desde Calama. Serán cada vez menos, eso sí. Con la tecnología ya disponible, hasta los gigantescos camiones tolva podrán ser conducidos en forma automática.

Dicen que en Chuqui quedarán algunos recuerdos: el gigantesco edificio del cine donde las matinés congregaban a cientos de niños fanáticos de King Kong, la vieja librería que hoy es museo, la plaza con su glorieta y sus chañares, y la parroquia católica con su cruz de cobre. Todo lo necesario para que vivan allí nuestros mejores fantasmas.