15 febrero, 2006

Mañas mañosas

Mi amigo Andrés Palma me desafía en su blog a revelar mis mañas. Flaco favor, le digo, porque mañoso es casi sinónimo de viejo y, según me dicen, mis cuatro décadas todavía no han hecho mella. Sin embargo, me decido a no esquivar el bulto para ejercer el derecho a desahogo.

Mis mañas tienen que ver también con el orden (aseo y ornato) y, además, con los modales.

Me carga la ropa sucia tirada en el suelo, tanto por razones estéticas como por considerarlo una falta de respeto hacia quien hace las labores domésticas. También me dan asco los ceniceros llenos que permanecen por más tiempo del debido en cualquier parte de la casa y, peor aún, en la oficina. ¡Ah!, y dicho sea de paso, los puchos abandonados en maceteros con plantas indefensas.

Evito mirar para el lado cuando paro frente a los semáforos porque demasiadas veces me ha tocado presenciar que el conductor vecino escarba su anatomía. Algo me pasa con esas intimidades hechas públicas, porque tampoco soporto el ruido de los cortauñas fuera del baño o los dormitorios en mi casa. AJJJ, ayer volví a sufrir lo último en el Metro y, como me pude dar cuenta, no era la única afectada.

Respecto a modales urbanísticos, se me está formando una fobia contra los apurones, esos conductores generalmente de camionetas 4x4 que te adelantan por la derecha en forma imprudente para avanzar sólo un poco más que tú.

En un plano menos gruñón, creo que me he vuelto una mañosa de la tecnología. Me desespera estar sin sistema en la pega y/o desconectada de mi correo electrónico. Creo que a muchos les pasa: ya estamos tan acostumbrados a trabajar a través de e-mails y con Internet, que no disponer de conexión pasa a convertirnos en seres inválidos. Lo más mañoso en este sentido es abusar del replicador cuando un correo no llega. Demasiado acostumbramiento a la instantaneidad, por eso hay que aprender a desconectarse, aunque cueste.

08 febrero, 2006

Bahía es Salvador, Amado y mucho más


Al fin fui a Bahía. Era un destino fijo en mi alma viajera desde que ví “Doña Flor y sus dos maridos”, esa película que masificó uno de los tantos relatos de ese novelista gigante que fue Jorge Amado, Lo mejor de todo es que conocer esa región brasileña significó también las mejores vacaciones que había tenido en muchos, muchos años, en compañía sólo de René, por lo que fue también nuestra “luna de miel”.

Me fui leyendo "Gabriela, clavo y canela”, una novela de Amado sobre cómo una mulata hermosa y calentona revolucionó las costumbres de su natal Ilheus, una metáfora también de la transformación de Brasil con la mezcla de culturas y el avance de los tiempos. Esta lectura hizo aún más interesante el ir recogiendo –a través de todos los sentidos – lo que el autor había descrito con detalle y lento, muy lento, como transcurre la vida allá.

Disfruté así de esa mixtura portuguesa-africana-indígena que se da en la ciudad de Salvador, que fue capital de Brasil hasta 1763, y de reconocer la huella de los navegantes lusos, tan prima hermana de lo que me gustó de Macao. Disfruté también con sus lomas y calles retorcidas, su vegetación tropical y el clima húmedo y caliente, el amanecer a las 5 de la mañana y el atardecer a las 6. Participé del relajo que se da en esa ciudad en la que las líneas telefónicas funcionan a regañadientes, pero en la que cientos de obreros se afanan para dejar listos a la perfección y a tiempo los “camarotes” desde los cuales los turistas pudientes disfrutarán en unos días más del carnaval. Gocé de los sabores, de mangos, guayabas y maracuyás, de muchas caipiriñas y camarones preparados en todas sus formas – en moqueca, en leche de coco o rebozados –. Pero confieso que no me atreví a probar los acarajés de las bahianas, unas especies de tacos hechos de masa frita en aceite de dendé (de palma) y rellenas con camarones, una pasta picante y tomates.

La historia se siente en Salvador, especialmente a través de la presencia de una población 80% negra. Está viva esa historia colonial, de esclavitud y religiosidad sincrética. Hay 365 iglesias en la ciudad, por lo que muchos campanarios se dejan ver sobre el terreno sinuoso. Las católicas conservan la opulencia con que eran decoradas en los siglos XV y XVI, con azulejos azul y blancos, pinturas en el techo y adornos barrocos recubiertos en oro. En la iglesia de San Francisco, en pleno Pelourinho, las figuras de los ángeles alguna vez tuvieron genitales, pero éstos fueron castrados. Representaciones de partes humanas mutiladas se ven en la Iglesia de Bon Fin, la más importante de Salvador. Esto porque el Señor de Bon Fin, una de las más importantes deidades de la religiosidad popular africana, ha sido asimilado a Jesucristo. A él se le piden las buenas causas, a él se le hacen promesas por cualquier objetivo, especialmente aquellos que tienen que ver con la sanación de enfermedades. Por eso, cuando el deseo se cumple, los fieles llevan sus recuerdos al templo, antes con representaciones de madera, ahora con figuras plásticas de brazos, piernas y cabezas que cuelgan del techo en una sala contigua al altar.

Pero Salvador no es triste. Todo lo contrario, es sensual, alegre, musical, rítmico. No en vano han surgido de allí cantantes como Caetano Veloso, Gilberto Gil y Maria Bethania, sólo por nombrar algunos. Una visita al Pelourinho nocturno vale realmente la pena. Los bares tienen grupos y cantantes actuando en vivo, que lo transportan a uno a un tiempo indeterminado. A veces compiten en decibeles con las batucadas. Hay bandas de todo tipo, desde Didá (una formada por mujeres que toca con Daniela Mercury), de niños “principiantes” y hasta otras de músicos pacientes dispuestos a enseñar su arte a algunos gringos entusiasmados.

Lo que está claro es que los negros nacen, viven y mueren bailando, es parte de su esencia. Esa increíble plasticidad se manifiesta en la samba y todos los ritmos que se le ocurra bailar. También surge magnífica en la capoeira, un arte de patadas de sombra, saltos y contorsiones que actualmente es materia obligada en las escuelas de educación física en Brasil.

De las playas, ni hablar. El agua tibia y la arena blanca y suave de Ilha do Frade y Guarajuba fueron un verdadero paraíso para alguien como yo, que apenas se moja las patitas en Peñuelas. Algo de paraíso prometía también Morro de Sao Paulo, hasta donde llegamos tras un largo recorrido en ferry, bus por la isla de Itaparica y luego una embarcación menor. No fue una desilusión, pero la explotación comercial del lugar nos alejó de la imagen de “La Playa” que nos habían relatado. Sin embargo, fue el sitio exacto donde René pudo probar al fin un jugo de mango con leche, un deseo latente desde que el Ale llegó fanático después de haberlo tomado en Antofagasta.

En fin. Disfrutamos a concho la semana. Pero faltaron puntos por recorrer.

Nos falta el carnaval – aunque no sea visto desde un cómodo camarote – y a mí me penan algunos puntos clave en mi viaje literario. Mangue Seco, por ejemplo, esa playa al norte de Salvador a donde regresó Tieta de Agreste, la ex prostituta, a invertir en alumbrado eléctrico para el pueblo. Y también Ilheus, unos 400 kilómetros al sur, donde el amor por Gabriela hizo que el turco Nacib se liberara de sus prejuicios.

Vuelvo, seguro que vuelvo. Y en esta vida.

Album de fotos





Más album de fotos